El 11-M, siempre ahí

HA PASADO casi una década y el 11-M sigue más presente que nunca en la vida española. Presente por sus consecuencias políticas, ya que el rumbo nacional se torció de forma inimaginable entonces e inexplicable ahora. Y presente también como enigma policial e institucional, porque no hay precedentes en pleno siglo XXI de que un país occidental moderno y presuntamente civilizado acepte que no puede investigar la masacre que cambió trágicamente su destino. Peor aún: que acepte que no quiere saber lo que pasó, tal vez porque así no tiene que enterarse de lo que le pasa.

Sólo por eso vale la pena que Aznar haga referencia en el segundo volumen de sus memorias –cuidadosamente desmemoriadas, claro, como corresponde a alguien en perfecto estado de forma física e intelectual– a ese informe que el CNI, entonces en manos de Dezcallar, le hizo llegar dos días después de la tragedia, contando cómo la inmensa maquinaria de espionaje norteamericana, la NSA, fue incapaz de encontrar una sola pista sobre sus autores «ni antes ni después» de la masacre. Y sigue sin encontrarla. El sarcasmo, sólo parcialmente justificado, de los antiaznaristas debería emplearse en criticar que el ex presidente no haya empleado estos nueve años en investigar el gran enigma de la historia de España, el punto en el que nuestra nación seguramente embarrancó para siempre. Pero no dudo de que los antiaznaristas no están a la altura de su obsesión. Lo malo es que tampoco el ex presidente ha estado a la altura de su autoadmiración.

Ni siquiera como hipótesis cabe admitir que la sentencia del 11-M sea más que el subterfugio miserable de una prevaricación inconcebible. Pero siguen abiertas las dos únicas líneas de investigación posibles: la inductiva, sobre la siembra de pruebas falsas y la destrucción de pruebas verdaderas; y la deductiva, que parte siempre del cui prodest? Si las dos únicas organizaciones capaces técnicamente de perpetrar la masacre eran islamistas y etarras, a la vista está que los beneficiarios del 11-M han sido los separatistas antiespañoles, con los etarras al frente. Pero atentar y borrar las pistas no estaba al alcance ni de ETA ni de Al Qaeda. Al menos un servicio secreto tuvo que colaborar con ellos, si la autoría fue española. Si no lo fue, para borrar las huellas hicieron falta, al menos, dos.